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martes, 13 de noviembre de 2012

La vida en otra tierra

Les compartimos este repotaje de LA PRENSA





Cuando Diana Maribel Muñoz Rivera dejó hace siete años su casa, en Chinandega, tenía una meta: mejorar la calidad de vida de su familia.

“Por la pobreza, andamos alquilando y cada vez que nos tocaba pago de la casa nos quedábamos sin comer”, recuerda su hermana Suyapa del Socorro, y fue esa la razón por la que migró Diana.

La historia, que hace siete años empujó a la hermana de Suyapa a dejar el calor del hogar, no ha cambiado, centenares cruzan a diario las fronteras de los países centroamericanos con la idea de alcanzar México y después Estados Unidos.

Miguel Ángel Moncada es uno de ellos, tiene 28 años y es oriundo de Somotillo, Chinandega. A mediados de octubre pasado había logrado llegar a Tenosique, Tabasco, México.

Al igual que el resto que ha buscado cobijo en el albergue “La 72” que dirige fray Tomás González, llamado por sus detractores como “fray Tormenta”, allí llevaba siete días y buscaba renovar fuerzas para poder abordar el temido tren de carga, que en esos días había dejado de pasar por esa localidad, según conocieron, por desperfectos en la vía férrea.

Dejó familia, esposa y dos hijas en Chinandega, donde “por mucho trabajo que hay las empresas quieren pagar lo que ellos dicen (...) uno lo hace con intención de salir adelante”. Y como reflexionando para sí mismo apunta: “A los hijos hay que darles algo mejor”.

HISTORIA SE REPITE



Al igual que el nicaragüense, el joven hondureño Omar Cuevas señala que también va en busca de “algo mejor”.

“Quiero trabajar”, es la respuesta de Cuevas a la pregunta de su propósito de haber dejado su país. Él tiene 20 años y es oriundo de Lempira, Honduras. En esa localidad dice que no se encuentra mucho trabajo. Pero Cuevas solo tiene experiencia en la siembra de frijol y maíz.

Franklin Roberto Chamorro, oriundo del barrio San Judas, en Managua, cuenta una historia parecida, dejó a su familia en busca de trabajo y mejores ingresos, pues estaba desempleado y en el último empleo como planchador en las empresas de la zona franca Las Mercedes percibía entre mil 400 y mil 500 córdobas semanales.

En el albergue que dirige el padre Pedro Pantoja, en Saltillo, Coahuila, Chamorro llevaba 15 días a la espera de que otro compañero de infortunio, con el que se topó en Chinandega, le cumpla la promesa de mandarlo a traer, pues necesita 2,300 dólares para pagar al coyote que lo ayudará a pasar la frontera.

“Yo salí de mi país con poco dinero”, dice Chamorro, quien expresa que el dinero con que salió de su casa le alcanzó para llegar hasta Amatillo, El Salvador.

Solo ingresar a Tenosique, primera ciudad de Tabasco, representa una dura experiencia para los centroamericanos, que para alcanzar Naranjo, Petén, en Guatemala, y cruzar El Ceibo, en México, deben hacerlo en lancha sobre el río San Pedro, que les lleva unas cuatro horas.

Luego deben caminar más de 60 kilómetros para llegar a Tenosique.

“Ya veníamos cansados, sofocados, ya no hallábamos qué hacer”, cuenta Moncada. Al pisar tierra mexicana deberán estar listos para burlar a los funcionarios del Instituto Nacional de Migración o los retenes policiales.

Muchos, al llegar a las primeras comunidades en territorio mexicano, optan por abordar autobuses de transporte colectivo que les llaman “combis”, de los que descienden al avistar retenes migratorios, se internan en los montes y salen adelante a la espera de otro vehículo. Y así de forma lenta avanzan en busca de llegar a la meta fin

al: cruzar la frontera. Sin embargo, no todos lo logran, como pudo haber pasado con Diana Maribel Muñoz, de quien su hermana Suyapa no ha vuelto a saber.

Ella junto con otros 11 nicaragüenses apoyadas por el Servicio Jesuita para Migrantes y el MS-ActionAid Dinamarca, al igual que otros centroamericanos recorrieron durante 19 días 14 Estados mexicanos en busca de sus parientes desaparecidos a través de la caravana Liberando la Esperanza. A muchos de ellos, al final fue lo único que les quedó: esperanza de volver a verlos algún día.

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